Según Booth y Ainscow (2011), la inclusión en educación pasa por “reducir la exclusión, la discriminación y las barreras para el aprendizaje y la participación” (p. 15) y “Reestructurar las culturas, las políticas y las prácticas para responder a la diversidad de alumnos que aprenden de modo que se valore a todos igualmente” (Booth y Ainscow (2011, p. 15). Si bien las políticas educativas son muy necesarias para avanzar hacia la inclusión, para garantizar un proceso exitoso se requiere consolidar una cultura y prácticas inclusivas (Bravo y Santos, 2019).
Se entiende que una inclusión efectiva de los/as estudiantes con discapacidad va más allá del acceso e involucra una participación real en sus comunidades educativas. Es decir, no solo se hacen necesarias políticas inclusivas sino que también es muy relevante la preparación y colaboración de los espacios educativos junto con la participación de todos sus actores. Esto se conoce como cultura inclusiva, la cual es “un elemento de identificación y comprensión de la inclusión: se puede reconocer una escuela inclusiva por la cultura que esta tenga” (Valdés-Morales et. al., 2019). Lejos de ser un objeto abstracto en los modelos, representa una de las tres dimensiones claves para el cambio educacional, junto a las políticas y las prácticas (Booth y Ainscow, 2000, 2002, 2004, 2006, 2011, 2015, citados en Valdés-Morales et. al, 2019), de manera que la cultura inclusiva es un indicador del éxito o fracaso en una institución cuyo objetivo es atender a la diversidad y generar una educación inclusiva (Rodríguez y Ossa, 2014, citado en Valdés-Morales et. al., 2019).
Por esto y mucho más, es posible decir que nos encontramos ante grandes desafíos para la atención a la diversidad en la educación, donde “transformar las políticas, la cultura y las prácticas de las Universidades para atender a la diversidad sigue constituyendo un reto para todos los actores implicados” (Clavijo Castillo y Bautista-Cerro, 2020).
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